Un día descubrí que no era feliz.
Suena duro, suena tabú, pero es así. No era feliz. Vivía por vivir. Hacía las cosas por hacer. Era poco más que un girasol estándar. Nacer, crecer, trabajar y morirse, dicen. Seguía el camino socialmente aceptable, supongo. Si estoy estudiando o trabajando, nadie podrá decir que estoy malgastando mi tiempo. Y es una excusa preciosa para justificar una vida insípida. Y era cómodo. Seguir haciendo aquello que se esperaba de mí. No decepcionar a nadie. Dejar la vida pasar. Me estaba quedando una zona de confort preciosa. Y me estaba quedando una vida horrorosa. Tardé en darme cuenta de estas dos últimas cosas.
Leí de adolescente en un libro algo que todavía recuerdo varios años después: «los adultos viven pensando que algo va a pasar, y que, cuando pase, ¡todo se arreglará!». Pensé mucho en esa frase durante mi adolescencia, intentando no convertirme en uno de esos adultos. Es irónico cómo parece que lo olvidé y me convertí en uno de ellos antes de los 25. Esperando a que algo pasase. Algo que cortase la desaturada monotonía en la que me veía cada vez más involucrado.
Un día asimilé que no era feliz.
Un día asimilé que no era feliz y que no lo iba a ser. Veía a los demás viviendo aventuras, teniendo experiencias, creando recuerdos, tomando decisiones… mientras yo sentía que el tiempo pasaba. Y yo no pasaba con él. El tiempo pasaba a través de mí. Ignorándome. Me había sacado de mi propia historia. El tiempo pasaba y yo no lo era capaz de seguirle el ritmo. Era el único incapaz de seguirle el ritmo. Había quedado relegado a ser un personaje secundario de mi propia vida.
Y ahí me vi, desorientado. Insatisfecho con mi pasado. Inseguro de mi presente. Incapaz de imaginar mi futuro. Supongo que todos pasamos por esa etapa unas cuantas veces a lo largo de la vida. Esta vez me coincidió con una pandemia mundial. No lo recomiendo. Sin embargo, los confinamientos dan mucho espacio a la reflexión.
Un día salí de mi zona de confort.
Hacía un par de años me prometí a mí mismo ser más valiente y tener una vida con más aventuras. Y me estaba saliendo regular. Había estado practicando, dando pequeños pasos. Ahora pienso que esos pequeños pasos fueron el entrenamiento para esto.
Acepté que ese «algo» no iba a pasar. Que no habría cambio si no era yo quien lo provocaba. Que el tiempo seguiría siendo más rápido que yo si no le cogía por los cuernos. Decidí que no me conformaba con la inercia de otros. Que quería sentir el poder de decidir algo, aunque fuera para decidirlo mal. Si debía ser el protagonista que fracasaba, lo sería. Pero al menos sería el protagonista.
Un día decidí cambiar mi vida.
Un día, a los 25 años, con una carrera y media a la espalda y un trabajo que me drenaba la salud mental, decidí cambiar mi vida. La idea surgió de la nada. Un trabajo que me obligase a vivir aventuras. Un trabajo que se me diera bien. Un trabajo con posibilidades. Un trabajo que no me hiciese sentir que estaba malgastando mi tiempo. Era buena idea. Era muy buena idea. Azafato. Tripulante de cabina de pasajeros.
Fue una sorpresa para mis padres. Fue una sorpresa para todo el mundo. Fue una sorpresa incluso para mí. Les dije «creo que sé lo que quiero hacer, y creo que se me va a dar muy bien. Quiero ser azafato de avión».
Un día me apunté a una academia.
Las busqué todas. Todas las academias cercanas. Contacté con ellas y me respondieron pocas. En una de ellas el señor me hizo sentir incómodo por teléfono. Fui a visitar una que se pretendía súper interesante, exclusiva, carísima, con un curso larguísimo de 5 meses. Ni de coña. Llevo muchos años estudiados. No soporto 5 meses más. Y la señora haciéndose la falsa simpática, presionándome para ver si podía conseguir a alguien que me pagase el curso. Señora, yo he sido vendedor mucho tiempo y usted me está intentando vender una moto.
Y al día siguiente visité la que fue mi academia, Global Crew. Un curso corto, un horario cómodo, una financiación fácil, una academia que no parecía una clase apretada de autoescuela con la misma moqueta azul desde 1980… Y un trato humano. Por fin alguien que no me trataba como a un adolescente desorientado al que exprimirle el dinero.
Un día empecé mi aventura.
Estaba escéptico, pero el escepticismo duró poco. Éramos TAN diferentes. No esperaba encajar tan bien. No esperaba cogerles tanto cariño. Pero fuimos una piña desde el principio. Estaba cómodo, se me daba bien. Para mi sorpresa, por primera vez en años, no me daba pereza ir a clase. Y bueno, en el simulador lo saboreas por primera vez. Cualquiera puede abrir la puerta de un coche. ¿Abrir la puerta de un avión? Otro nivel.
El día de antes del examen final para obtener mi título, tuve mi primera entrevista online con una aerolínea. Hay gente que sale de un examen o de una entrevista y no sabe si ha aprobado o si le han cogido o cómo le ha ido. Yo no soy esa gente. Yo sé cómo me ha salido, y sé que clavé esa entrevista. Y al día siguiente clavé el examen final.
Un día cogí un avión.
En menos de 3 meses estaba haciendo el training de la aerolínea en Alemania, en una casa gigantesca, con otras 18 personas que serían mi familia durante los siguientes dos meses. Y qué familia. Exageradamente diferentes. De 19 a 32 años, de todas partes de España y de fuera de España. Éramos 19 historias colapsando en una casa.
Cuando desde la aerolínea decían que en el training se hacían amigos de por vida no me lo creía. Pues tremendo error. Cada uno potenciábamos la energía del anterior. Nos forzábamos a vivir más aventuras y a explorar más y a celebrar más y a visitar más sitios y a probar más cosas. Y son experiencias que te hacen crecer y que te llevas para siempre.
Un día lloré en un hotel.
Hice mis vuelos de práctica en Berlín, a unos 600km de la gran casa. Estábamos en un hotel cerca del aeropuerto. Recuerdo que lloré esa noche. Lloré al ver mi habitación de hotel por dentro. No hacía más de unos meses sentía como me arraigaba más y más en una vida insulsa. Y decidí que quería vivir aventuras. Visitar países. Quedarme en hoteles. Tener un trabajo interesante. Y pasó.
Lloré porque por fin estaba pasando. Se estaba haciendo realidad. La decisión que yo tomé. El paso que di. El riesgo que asumí. El futuro al que apunté. Era real y yo estaba allí. Yo había trepado hasta allí. Era mío. Lo conseguí con mi esfuerzo. Lo conseguí por ser valiente. Y me sentí orgulloso. Y el tiempo ya no pasaba de largo. Y me sentía tan vivo que no podía evitar llorar.
Un día vestí un uniforme.
Recuerdo cómo en la academia nos dijeron: «Vais a hacer algo que muy poca gente puede hacer, este es un trabajo muy especial». Ahora sé que no faltaba razón en esa frase.
Todo el mundo nos miraba en el aeropuerto. Éramos un equipo. Pasábamos por donde nadie más podía pasar. Abríamos lo que nadie más podía abrir. Tocábamos lo que nadie más podía tocar. Veíamos lo que nadie más podía ver. Vivíamos lo que nadie más podía vivir.
Qué bonita historia !!!